Un público muriendo

09.12.2022

Los músicos tocan bien. Siempre tocan bien. Desde hace centenares de años. Pero solo ellos lo perciben. Desde arriba podés ver todo: el quinteto de cuerdas, que hace lo que sabe hacer con oficio, y los asientos vacíos, que realzan a ese grupo homogéneo de silencio y tos convulsa como lo que son. Pieles caídas, andaderas, baba y blanco, mucho blanco, en el pelo y en la piel, cortado por manchas irregulares en todo el cuerpo hasta donde llegan los sentidos.

Pero no todo es muerte. Cada tanto algún joven que viene arrastrado al más oscuro de los opus por sus abuelos, por sus tíos más grandes, por el etcétera más fortuito al que no pudo decirle no a los albores de una herencia jugosa, pero su presencia se amolda, quedando desparramado en el asiento o tremendamente quieto, con su mirada fija a nada, esperando que el momento pase.

La acústica no es buena, hay como un eco de iglesia que marca la arbitrariedad de este lugar como cita cultural, en el que los jueves toca este quinteto, tanto así como los miércoles un terceto y los viernes el guitarrista ciego, que ese sí verdaderamente es un éxito. Jazz todos los domingos.

Aquí, ahora, unas cuarenta personas repartidas en todo el lugar de forma totalmente aleatoria (algunas en la esquina del fondo, otros demasiado adelante en la primera fila, muchos en el medio pero nunca uno detrás de otro ni más de dos personas sentadas juntas) muestras la fuerza de la inercia y la costumbre de gente que empuja el Alzheimer afuera por un poco de tiempo más con el recuerdo de que esto les gustaba.

El manejo del stacatto se condice con el manejo de la flema, el del legato con un colon irritable que puede aguantar si nadie se mueve y el pasaje a un adagio deja paso a los ronquidos, que no son intencionales, por dios no, pero sin dudarlo ¡presto! ¡presto! Hay gente dormida entre los oyentes. Hay culpa e imposibilidad de evitarlo, hay lágrimas pero no de emoción sino por irritación de la conjuntiva. Hay cuerpos frágiles, en necesidad de un auto que los lleve a casa a la salida. Al final de cada canción un aplauso suave, pausado, que podría mostrar tanto sofisticación como articulaciones débiles se pierde en un techo demasiado alto.

Cada vez más parco, más tieso, el ruido es ideal para el contraste con el hombre que se despierta de golpe con el silencio total del final de la música y que por un instante no sabe bien a dónde está, y mira para un lado y para el otro y luego fijo al frente. Si pudiera acercarme antes de ese momento, escucharía la respiración queda, tan similar a los últimos estertores de quien vivió de más.

Nunca puedo discernir entre los ojos blancos, dados vuelta, de la estimulación musical por un crecendo que lleva al éxtasis y los de un ataque de epilepsia. No hay estadística para eso y yo sinceramente solo adivino. Es muy difícil mantener este lugar con vida: el silencio desanima y el chirrido que hace el pulmotor de ese decrépito anciano abonado a los ciclos interrumpe ¿qué puedo hacer? Lo tengo que dejar pasar. Una entrada es una entrada.

Debo admitir que a veces se dan cosas mágicas, combinaciones realmente hermosas, como un monitor de signos vitales accelerando y rallentando a la par de la música, como si esta lo dominara. Por ello sigo cuidando, manteniendo con vida todo esto. Se podría decir que soy el único.

Nunca hay bises, nadie los pide ni tampoco se ofrecen. Una vieja maldita se va poco antes del final. Ayudada por un bastón gastado juraría que casi se resbala la imbécil y me manchaba todo el piso.

No hay nada que hacer con esta gente. Ya nadie aprecia nada.


Este cuento fue uno de mis primeros publicados. Un pequeño blog llamado El Elefante Azul me dio esa oportunidad en el 2020.