Un chico sentado en el piso comiendo un pancho

09.12.2022

No hay nada peor para la salud de una persona que esperar el colectivo en la estación de Moreno. La combinación de aburrimiento, stress, ansiedad, cansancio, es casi insoportable, y cuando debería ser reemplazada por tranquilidad al ver las unidades listas para salir, es multiplicada en vez por su inmovilidad y la de los empleados que no empezaron su turno, o no quieren empezar su turno. Vagos.

La espera, Dios mío, la espera del 203 mata a cualquiera, entristece al más exitoso, lo deja hueco y sin vida. Ves esos ojos ausentes en cada persona que aun en compañía, conversando inútilmente, no pueden fingir presencia. Pero solo es aún peor. Cuando es de noche y aunque haya gente... Bueno, la gente es parte del problema. Las filas que empiezan de dos o hasta tres direcciones distintas, las personas se ponen al lado tuyo en vez de atrás tuyo y... Sabés que no va a pasar nada pero siempre está la sensación de que podría pasar algo. A nadie le engaña la infraestructura, no estamos en Europa.

"Disculpen, si no es mucha molestia..." recorre de un lado para el otro la fila, las tres filas, y no está teniendo mucho éxito. Miro para otro lado. Siento sus ojos en mí por unos segundos y luego un "gracias"... "Gracias" es el único sarcasmo que ellos van a utilizar, el único que pueden, al menos. El tipo de enfrente de mí dobla su cabeza para mirarme, niega levemente, desaprobando ¿desaprobando qué, a ver? Miro para todos lados y encuentro un chico sentado en el suelo con una remera manchada. Tendría unos cinco, seis años. Morochito pero lindo. El moco seco corriendo por su nariz, más sucio que sus manitos no vuelve apetitoso a mi vista el pancho que se está comiendo.

  • ¿Estás solo, nene? - Pregunté

El pibe no contestó, apenas me mira de reojo levantando la cabeza a la altura de la corbata. Ya estoy seleccionando mis monedas cuando lo escucho sollozar y me parte, realmente me parte. Quiero aproximarme más pero ese olor... Le acerco un billete de diez pesos, firme, por suerte ¿total, qué son diez pesos? Estirando el brazo lo más que puedo para que lo tome en su lugar me agarra por el codo tan velozmente que no puedo soltarlo, colocándose entre mi cuerpo y la gabardina, como un perro buscando calor en la noche cuando él mismo está hirviendo. Me agacho, me pongo a su nivel. ¿Dónde estará su madre? Me imagino dónde debe estar...

  • ¿Sabés jugar a la payana?

Él solo se queda quieto con la boca abierta, como si tuviera la voluntad de usar palabras pero no la técnica. Saco todas mis monedas y las desperdigo por el suelo; selecciono una, la más grande, y la tiro al aire mientras agarro la que tengo más cerca. Sus ojos brillan siguiendo la moneda girar. Lo dejo jugar solo un poco mientras volteo hacia adelante con una sonrisa. Vale la pena aguantarlo un poco en este momento. Cuando miro nuevamente hay menos monedas, no las conté antes pero sé que hay menos. Sigue valiendo la pena, aunque ese rostro parezca más reprobatorio que antes. Ahora juega con el maletín, trata de abrirlo. Le digo no, nene, con eso no se juega. Capaz podés conseguir uno cuando seas más grande.

Cuando finalmente llega el colectivo lo único que evita que lo escupa, abolle o directamente le grite al chofer por la falta de respeto que es hacer esperar tanto a laburantes como yo es la posibilidad de que haga que me baje. Sueño a veces con comprarme un auto y venir acá solo para ver todavía a la gente esperando, las mismas tres filas; a pesar de todos los inconvenientes que eso me traería lo terminaré haciendo, aunque tenga que pagarlo en cuotas por los próximos diez años. Pero no, nunca volveré. En cuanto utilice esas llaves por primera vez, el ruido de ese gatito que ronronea va a borrar todos estos momentos de mi cabeza, los va a volver solo una anécdota de superación para mis chicos, de que uno si quiere puede, solo se debe tener voluntad y trabajo duro.

Miro para abajo por última vez al chico y escucho unos sonidos guturales, casi gritos, que parecen un lenguaje aparte, a los que él reacciona instintivamente, haciéndolo correr y dejar en su lugar un pedazo de cartón manchado de mayonesa, con pequeñas migajas de papas pay adosadas a él. No pude llegar a despedirme, ya el colectivero me estaba apurando. Ah, ahora sí ¿verdad?

Mientras subo pienso en lo bien que se siente ayudar al prójimo, te llena el alma, porque cuando das es lo mismo que recibir y... ¿dónde está mi billetera? ¡Negro de mierda! La concha de su hermana, hijo de mil puta.

Le podría haber comprado otro pancho yo ¿para qué tenía que hacerlo por izquierda? Si ya nos estábamos haciendo amigos, pendejo del orto. Pienso en bajar pero no tiene sentido, ya la cantidad de gente es demasiada, esto se va a llenar y lo único que voy a lograr es viajar parado en el mejor de los casos, esperar otra hora más en el peor. Garantía de muerte para alguien.

  • Dale, pasá

Más vale que voy a pasar. Me siento, me contengo con todas mis energías para no golpear uno de los asientos y me quedo absorto tratando de encontrar el instante en que lo hizo, recorriendo en mi mente distintos escenarios donde podría despedazarlo como se lo merece o chocarlo con el auto y así lentamente calmarme mientras, sin posibilidad de que una persona más quepa aquí, el colectivo arranca.

Y así es como esto va a funcionar: Por un tiempo los voy a esquivar por la calle, ignorar todos sus pedidos, los miraré con desprecio con la seguridad total de que son todos iguales. Preferiré tirar las cosas antes que regalarlas hasta que, poco a poco, yo me conozco, soy un flojito, vuelva a darles mis monedas cuando ya me pesan mucho o comprarles cosas, ¡pero siempre peleándoles el precio porque no se la van a llevar de arriba estos hijos de puta!, no van a... Ah, estaba en el otro bolsillo. No dije nada. Mala mía.

El viaje a casa es corto, por suerte.


Este cuento fue publicado en la Revista Claquelarre, Vol. N°1, septiembre 2022 y en Noche Laberinto, N°11, Diciembre 2022