Cerrar una casa no es cosa de todos los días
Cerrar una
casa no es cosa de todos los días. No podría serlo. Pide mucho de nosotros para
hacerlo más seguido que una eventualidad. Debería considerarse peor que
terminar una relación, porque es incluso más grande que ello. Te estás
despidiendo del mayor producto y expresión de tu vida interior. Tu casa es una
performance de tu vida que dura mientras estés en ella. Involucra tu pasado y
lo va modificando a la par tuya de forma de representarte aún mejor que vos
mismo. Y le decís adiós a ello y a todo lo que la rodea para crear algo quizá
similar pero nunca igual. Por esto, si partir es morir un poco, no quiero morir
más de la cuenta.
Para cerrar una casa te volvés muchas personas a la vez: un contador, un
mucamo, un jugador profesional de Tetris e, inevitablemente, un ser sentimental
que recuerda todo lo que ha sucedido aquí y debe cerrarse de sus propios
pensamientos para poder continuar con la tarea. Te olvidás de qué tan pequeña
es, de sus goteras que nunca se han podido reparar, de la parte del techo que
se cayó y ya no valía la pena arreglar, pero todo termina teniendo su
justificación porque a cada pensamiento racional vienen tres recuerdos al
rescate.
Cerrar una casa no es solo entregar la llave, es entregar los recuerdos de la
primera vez que fuiste libre, en el que construiste un espacio por vos mismo en
el mundo a tu imagen y semejanza. El problema es que tu imagen cambia, ya no es
suficiente para representar todo lo que podés dar y ser. Es una caparazón que
te incomoda por los costados, tu cuerpo hace presión para salir y al verlo
desde afuera la sola idea de marcar una distancia entre vos y este presente
vuelto pasado es un choque, porque es una parte de vos que dejas allá dentro.
Los cambios que movilizan son necesarios. Las decisiones más difíciles son las
que ya están tomadas realmente, porque cada fibra de tu cuerpo te indica que es
lo que hay que hacer. Apretar el gatillo siempre es lo más duro. Pero aquí,
luego de ello, debés convivir con el muerto un poco más. A este muerto que
amabas debés desvalijarlo, tomar lo que creas conveniente de él, sentir cómo
cambia el aire al retirar los objetos como una expiración y recién ahí
alejarte, viendo cómo el mismo desde afuera es solo una cáscara vacía, de la
que te llevas una parte de su interior y repartís lo demás.
Por esto, cerrar una casa es agridulce: el sofá que no va con el nuevo lugar te
llena de nostalgia, con pensamientos de cuando vino la primera chica y le
rompieron una pata por "sentarse fuerte", como dijiste al llevarlo a reparar;
la mesa, llena de señales de uso por tantas cenas, trabajos, tanta vida, no
combinaría con nada y tiene que quedar atrás también; incluso la biblioteca,
una representación de todo: la biblioteca que soy yo porque es la combinación
perfecta de lo que me ha formado pero a la que no le cabe lugar para un libro
más. Yo necesito ese espacio, pero ese espacio trae un vacío consigo. No hay
certeza de poder volver a llenarlo, solo hay que probar. No queda otra
posibilidad.